Era entonces una época dorada no sé si por el color de sus cabellos o por el simple hecho, de estar a escasos cuatro meses de cumplir sus cincuenta años. Una época de su vida, en la que ya el alma pesa y esos pesares se reflejan en la mirada.
Con el dolor abrazando al corazón a fuego lento, en lo más sutil de su expresión, se dispuso a escribir como de costumbre. Escribir formaba parte de sus rituales favoritos.
La pesadumbre de la noche y sus pensamientos febriles, abrumaban su memoria, como niebla densa.
La pluma agitada, derramaba la tinta sobre el blanco inerte de la hoja de papel. Se preguntaba una y otra vez cómo plasmar sus ideas, sin olvidar detalles, sin diluir su esencia. Ya tenía experiencia con este tipo de crisis existenciales, que solían aparecer en algunas etapas de su vida. Eran ciertas épocas, donde las heridas del pasado, (algunas ya cicatrizadas y otras en ese proceso) comenzaban a doler, como queriendo sangrar de nuevo. Aprovechaba estas ocasiones, para plasmarlas en su historia, a manera de recordatorio.
Entre escritos y esas remembranzas solía darse ánimo pensando para sí: realmente he vivido, he sido feliz, he llorado, he sufrido, me he caído, me he levantado, me he enamorado, también decepcionado, he tenido la dicha de tener hijos, y también tengo la gran bendición de conservar a mis padres, me he rodeado de buenos amigos. ¿Qué más le puedo pedir al cielo? – Larga vida, ¿mucha salud? El cielo es para todos, todos podemos disfrutar de su inmensidad.
Sin embargo, tras toda esa marejada de recuerdos, en el fondo sabía perfectamente, que su resiliencia resultaba siempre más fuerte que el filo del dolor. Cosa que generalmente le permitía recuperar rápidamente su estado de ánimo natural. Esto le sucedía como acto de magia, al evocar hermosos pensamientos de la infancia. En este instante, sus ojos brillaban, como atravesados por un haz de luz, que reflejaba aquel hermoso paraíso, que anidaba su solitario corazón.
Sus letras inconclusas, jamás reflejarían la infinidad de aquellos pensamientos que se desbordaban noche a noche sobre la almohada, que fluían como ríos al recostar su cabeza, antes de entregarse al descanso.
Así surgían en medio del sueño y el letargo: nombres, ciudades, anécdotas, calles y aceras, callejones y parques, miradas y abrazos. Eran sublimes recuerdos que vagaban entre el sonido de la brisa, el azul del mar y la densidad de la bruma. También recordaba el sonido de aquellas risas, las interminables tertulias, los café compartidos. Los jardines, los amores. En ese ensueño, volaba suavemente entre flores, mariposas y jazmines.
Posteriormente, llegaban a su memoria, largos períodos de otoño, donde las hojas se desplomaban de los árboles naturalmente, como cansadas del sol, de la brisa, del peso de las aves, de la agresividad de las tormentas, para luego retornar al suelo, su sitio de origen y ser parte de la tierra nuevamente. Observar aquel espectáculo de esa caída lenta, era ya una costumbre. Ver volar esas hojas amarillas y luego secas, ya marchitas, desprendiéndose de forma suave, desplazándose en forma de vaivén, acompasadas, sin prisa, teniendo la certeza de que nadie lo notase.
Al final de aquel hermoso suceso, de caída inminente, sucedía que de aquellos ojos cansados, brotaban pequeños cristales de sal, que posteriormente se difuminaban, para desaparecer entre la funda de la almohada y aquel rostro marchito por los años y los daños, que muchas veces ocupan las almas.
Al amanecer, el otoño había cesado y se reinventaba nuevamente para poder continuar. Se levantaba lentamente, casi discretamente miraba hacia atrás, para observar la hojarasca que yacía en el suelo de sus pensamientos.
Era la hora de iniciar un nuevo día, entre el aroma del café y las noticias de los aconteceres diarios, que le devolvían la vida de manera abrupta para adentrarse nuevamente a la realidad. De nuevo pisaba la tierra firmemente, para continuar y así poder vivir un día a la vez.